EL 25 de noviembre fue declarado Día Internacional contra la Violencia hacia la Mujer en el Ier Encuentro Feminista de Latinoamérica y del Caribe celebrado en Bogotá (Colombia) en julio de 1981, en recuerdo del violento asesinato de las hermanas Mirabal (Patria, Minerva y Maria Teresa), tres activistas políticas asesinadas 1960 en manos por la policía secreta del dictador Rafael Trujillo en la República Dominicana. Las Naciones Unidas le dio carácter oficial a esta fecha en el año 1999.
No hace tanto tiempo que la violencia contra las mujeres dejó la órbita de lo privado para ser una cuestión pública y política. Unas pocas décadas marcan la diferencia. Fue el movimiento de mujeres, el feminismo y el protagonismo social de las mujeres a partir de la segunda mitad del siglo pasado el que logró politizar la esfera de la vida privada, y algo más que eso, también logró mostrar cómo la división entre lo público y lo privado encerraba - y encierra - una profunda e histórica discriminación y violencia hacia las mujeres.
En marzo de 2009 fue aprobada la Ley 26485 para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. Sanción que expresa un salto cualitativo en el tratamiento y la mirada sobre esta problemática. En primer lugar por el enfoque de derechos humanos y la inclusión explícita de la comprensión de la misma como violencia de género. Lo que implica reconocer sus causas más profundas: asentadas en la cultura patriarcal, basada en relaciones históricas de poder asimétrico entre los géneros.
Esta Ley recoge las mejores experiencias y antecedentes de prácticas y legislaciones más avanzadas del mundo y la región. Re-significa la noción de víctima de violencia, para separarla del lugar de la vulnerabilidad, como algo casi “innato o natural” de las mujeres, por la noción de derechos vulnerados, que por lo tanto conllevan obligaciones por parte del Estado respecto a la reparación, sanción y atención de estas situaciones.
La Ley define como modalidades de violencia a la doméstica, institucional, laboral, obstétrica, contra la libertad reproductiva y mediática; que se expresan en cinco cinco tipos de violencias, que son: la física, psicológica, sexual, patrimonial y simbólica. La inclusión de éstas modalidades y tipos suponen una mirada abarcadora de las violencias y reconocen el papel que también le compete a los medios de comunicación, aspecto fundamental a considerar en las sociedades contemporáneas.
Tanto la Ley como su decreto reglamentario establecen la necesidad de implementación de un Plan Nacional Integral, articulado entre los diferentes niveles del Estado –Nación, Provincia y Municipios- además de las interrelaciones entre organismos tanto del Ejecutivo como del Poder Judicial. A pesar de ello todavía convivimos con políticas aisladas, fragmentarias y con fuertes disparidades provinciales y regionales, que muestran el largo camino que aun falta recorrer para acortar la brecha entre realidad normativa y las prácticas institucionales y sociales. También falta abordar aspectos que quedaron a mitad de camino a la hora de avanzar en directrices concretas de políticas para las situaciones que están por fuera de las relaciones familiares, como el caso de la violencia laboral, en la que todavía se deberán realizar revisiones también legislativas.
La brecha entre el marco legal y el escenario de las prácticas cotidianas sigue siendo enorme. Todavía leemos fallos judiciales que nos avergüenzan, asiduamente siguen impactándonos los feminicidios como forma extrema de la violencia de género, cotidianamente desde los medios de comunicación nos agreden con la cosificación del cuerpo de las mujeres para el placer comercial de unos pocos y la enajenación de las mayorías, por mencionar algunas de las formas más habituales de violencia. Pero, más que las definiciones escritas, la profundización del enfoque y el marco establecido, avanzará en la medida que se concrete en la construcción e inscripción de nuevas prácticas, en la medida que se profundice la voluntad y decisión política para la plena implementación de este nuevo marco legal, con recursos tanto humanos como presupuestarios adecuados al alcance federal requerido, con modalidades de abordaje y respuestas específicas para cumplir con la integralidad manifestada como voluntad explícita de la nueva norma.
Vivir una vida libre de violencia es una utopía, pero también es un horizonte posible, que nos ayuda a movilizarnos y a redoblar esfuerzos. Sabemos que estos cambios, que en lo esencial son culturales, no se logran de un día para el otro, ni sólo con legislaciones más compresivas de esta realidad, necesarias, pero no suficientes. Es ineludible formularnos el compromiso personal y colectivo para la construcción de una sociedad libre de violencia y discriminación. A pesar de todo lo que falta, contamos con la convicción de estar más cerca.
ESTELA DÍAZ - Sec. de Igualdad de Género CTA Nacional
HUGO YASKY - Secretario General CTA Nacional